¿Es Dios un Amigo Imaginario?
- Eduardo Sasso

- Jul 31, 2024
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Reconsiderando porqué no creer —o sí creer— en Dios en el siglo XXI

“Nadie le puede dar a otro lo que en sí mismo no tiene. Ninguna generación puede legar a la siguiente lo que no posee… si somos escépticos solo enseñaremos a nuestros alumnos escepticismo, si somos tontos solo tonterías, si somos vulgares solo vulgaridad, si somos santos santidad, si somos héroes heroísmo”. Clive S. Lewis
Estando en el consultorio del dentista algunos años atrás, escuché a un paciente hablar con su asistente dental sobre sus creencias religiosas. En cierto momento de la conversación, afirmó que un día había decidido que Dios no existía; que Dios era un amigo imaginario pero nada más.
“Después de eso, fui muy feliz,” terminó diciendo.
Como ingeniero racional y con estudios en teología, no puedo afirmar que casi me caigo de la silla en la que estaba sentado —ya que es prácticamente imposible caerse de una silla de dentista—. Sin embargo, al no poder cerrar la boca porque el dentista me estaba limpiando los dientes, me atraganté al escuchar sus palabras: el paciente a mi lado había "decidido" que Dios no existía.
En parte, me sentí identificado. De personalidad medio escéptica, muchas veces había ‘dudado’ de la existencia de Dios. A veces también he llegado a ‘concluir’ que la creencía podría ser una simple superstición: que Dios es un amigo imaginario, una fantasía mental que existe solamente en la mente humana pero no afuera de ella. Pero, eso de “decidir” que Dios no existía... nunca había escuchado esa afirmación.
Decidir que Dios no existe sería como decidir que los extraterrestres no existen en galaxias lejanas simplemente porque uno nunca los ha visto. O como que alguien decida que la música es una ilusión después de haber cortado las cuatro cuerdas del único violín que ha conocido en su vida.
En cualquier caso, quedó dando vueltas la pregunta: ¿Es Dios un amigo imaginario? ¿Tiene sentido creer en un Dios personal a estas alturas de la historia?
Contrario a las afirmaciones que están de moda hoy, considero que sí. Permítanme delinear por qué.
Dispararse en el pie
Creer en el Dios del cristianismo en la sociedad relativista actual es un desafío considerable. En estos tiempos, se nos ha inculcado (casi con devoción religiosa) que todo lo que existe se reduce a materia y energía. Nos han convencido de que el azar, la evolución y el instinto de supervivencia del gen egoísta pueden explicar absolutamente todo.
A su vez, filósofos y científicos sociales desde Ludwig Feuerbach y Sigmund Freud hasta Richard Dawkins y Jared Diamond continúan afirmando que ‘Dios’ y los ‘dioses’ no son más que un invento primitivo; un amuleto social. Perspectivas como estas nos convencen de que las deidades son ilusiones ‘construidas socialmente’. Es decir, la noción de ‘Dios’ es una idea imaginaria que —queriendo o sin querer— nuestros antepasados de alguna manera inventaron para su propio consuelo, o para la dominación de las mayorías. De acuerdo a estos pensadores, los dioses se inventaron para explicar los orígenes del mundo y de la humanidad, o para manipular y controlar a las masas, o para satisfacer el deseo de una figura paternal fortachona.
Por ejemplo, como lo ha divulgado el historiador Harari en Sapiens: Una breve historia de la humanidad, los antiguos romanos afirmaban que los dioses estaban de su lado. Esa creencia le daba legitimidad a su imperio y se utilizaba para subyugar la imaginación de más de 100 millones de súbditos (y para vaciar sus bolsillos con tributos e impuestos). “Si los dioses están del lado de Roma, mejor estar alineados con Roma para no sufrir maldiciones desde lo alto.”
Hoy por hoy, la ambición por el dinero, sumada al sensacionalismo absurdo de algunos predicadores del llamado evangelio de la prosperidad, también son prueba que la religión sí funciona como “el opio del pueblo”, como lo criticó Karl Marx en el siglo XIX. El nombre de ‘Dios’ se continúa usando y abusando para el beneficio de unos pocos a cuestas de los muchos.
Por su parte, científicos como Galileo, Darwin, Hubble y Einstein han hecho que la "primera Causa" de Aristóteles ya no esté de moda. La ciencia ha convertido al dios de barba blanca de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel en alguien irrelevante.
Encima de todo, periodistas y humanistas seculares por igual rechazan con toda confianza la idea de un Dios amargado, misógeno, bravo, sosteniendo rayos en sus manos para castigar a los impíos.
Sin tener que indagar mucho, razonamientos como estos confirman que efectivamente tiene sentido cuestionarse —y rechazar— muchas de las imágenes obsoletas y polvorientas de ‘Dios’ y del universo que han prevalecido hasta ahora.
¿Qué es más dogmático que qué?
Algo que no siempre resulta tan evidente es como el rechazo del Dios del monoteísmo puede ser igual de dogmático. ¿Quién puede, después de todo, comprobar que la materia y la energía son lo único que existe? Importante preguntarnos de dónde obtenemos la licencia para rechazar de manera catagórica—por principio— tan siquiera la posibilidad de que exista una Inteligencia Suprema inescrutable, nada más porque no podemos embutir el océano infinito en el vaso de papel de nuestra comprensión.
De igual forma, surge la pregunta de sobre cuál fundamento —en teoría objetivo e inamovible— podemos negar de buenas a primeras realidades inmateriales e invisibles, hasta llegar a reducir absolutamente todo lo que existe a los caprichos impersonales de partículas las subatómicas y de los genes egoístas.
Lo cual abre todavía otra pregunta: ¿Será que el materialismo y el ateísmo también requieren tener fe?
Es difícil concebir porqué existe algo en lugar de nada, porqué hay orden y belleza en medio del caos entrópico, y —sobre todo— porqué buscamos la trascendencia en un universo que no es más que energía inerte, insípida, sin sentido. Es difícil también explicar porqué la vida querrá reproducirse y perpetuarse y defenderse y alcanzar el olimpo, ad infinitum, si a la postre no existe nada de nada detrás de la muerte. Y, a diferencia de todos los demás animales, queda abierta también la pregunta de dónde viene el anhelo peregne del alma humana de hacer realidad visiones e ideales que no existen.
Estos son cuestionamientos que hoy a pocos le importan. Y por eso talvez no quede más que asombrarse de semejante accidente universal, descartar al amigo imaginario, y vivir felices disfrutando la vida en medio de este tirar de dados cien por ciento improbable.
Pero, ¿qué si ese rechazo, a la larga, es de un dios falso? La pregunta cobra mayor importancia si admitimos también que rechazar un dios falso no implica que no exista uno verdadero.
Aquí es pertinente la conclusión de una autoridad mundial en física como lo es David Berlinski —un agnóstico y judío secular— autor de El Delirio del Diablo: El Ateísmo y sus Pretensiones Científicas:
¿Hay alguien que haya dado pruebas de la inexistencia de Dios? Nadie ha estado ni siquiera cerca de hacerlo. ¿Ha explicado la cosmologia cuántica la aparición del universo y de por qué está aquí? No ha estado ni cerca de hacerlo. ¿Han explicado las ciencias porqué el universo parece estar afinado para permitir la existencia de vida? No han estado ni cerca de hacerlo. ¿Están nuestros físicos y biólogos dispuestos a creer en lo que sea con tal de no creer en algo que sea religioso? Bastante cerca. ¿Nos ha provisto el racionalismo de una manera de comprender lo que es bueno, lo que es correcto y lo que es moral? No ha estado lo suficientemente cerca. ¿Fue el secularismo del terrible siglo XX una fuerza para el bien? Ni siquiera cerca de estar cerca. ¿Hay una ortodoxia estrecha y opresiva del pensamiento y de la opinión en las ciencias? Suficientemente cerca. ¿Hay algo en las ciencias o en su filosofía que justifique la afirmación de que las creencias religiosas son irracionales? Ni siquiera un aproximado. ¿Es el ateísmo científico un ejercicio frívolo de desprecio intelectual? Totalmente.
Un cuestionamiento tan desafiante como el de Berlinski no implica en absoluto que nuestra capacidad limitada para responder preguntas como las mencionadas anteriormente sea automáticamente una ‘prueba’ de la existencia de Dios. Sin embargo, deberíamos lidiar con afirmaciones como las de este doctor en física si decidimos optar por el camino hacia el ateísmo y el agnosticismo.
Y tenemos que estar claros, también, que el ateísmo tiene dificultad para contestar por qué hay algo en vez de nada, y por qué hay orden y belleza en medio del caos y el desastre —dos de las muchas tensiones intelectuales abordadas tanto por ateos brillantes como por creyentes brillantes—.
Algo quizás más inquietante es como el materialismo y el ateísmo también asumen como un hecho La Nada y La Pura Aleatoriedad. Pero creer en La Nada y en La Pura Aleatoriedad es algo igualmente asertivo como creer en un Agente Trascendente, en una Consciencia Cósmica, o en una Presencia Unificadora que precede y de alguna forma unifica y acoge todo el cosmos. El ateísmo también requiere tener fe —similar a tener fe en que una señal gigantesca de “¡Pura Vida!” compuesta de ramas y troncos ordenados sobre la arena es un acto aleatorio de las olas del mar—.
Respirar profundo
Esta posibilidad de que exista un Agente Trascendente es uno de los puntos de partida de Jesús Presidente. El hecho de que muchas (o la mayoría) de nuestras ideas o concepciones de Dios son parciales, egoístas, distorsionadas —o simplemente falsas— no implica automáticamente que Dios (quienquiera que Dios sea) deba de ser una simple ilusión. El agnosticismo es un buen punto de partida, pero nunca debiera ser nuestro destino final.
¿Qué si nuestros antepasados, incluyendo a los autores de los escritos bíblicos, usaron el lenguaje y las metáformas que tenían a mano para empezar a darle sentido a una Realidad superior que ‘ya estaba’ ahí?
Por ejemplo, cuando en la antigüedad alguien como el profeta Jeremías se refirió a ‘Dios’ como un “alfarero”, con toda seguridad hablaba de este Agente Trascendente acudiendo a una metáfora que le era familiar a él en ese momento histórico particular. Pero el hecho de que hoy los viajes de la NASA han confirmado la ausencia de un ‘gigante físico’ con dos manos cósmicas enormes viviendo en el espacio exterior, para nada descarta la posibilidad de la existencia de un Ser Indomable que ‘esculpa’ el universo —por más tan lenta, misteriosa, y evolucionaria que continúe siendo la escultura—.
Mi punto es que el lenguage que usamos para referirnos al Ser Supremo puede que no sea una simple proyección psicológica pintada sobre el lienzo vacío del cosmos, ni tampoco un simple invento de la psique humana primitiva.
Más bien, amén de las limitaciones y condicionamientos de la cultura, ¿qué tal si el lenguaje de ‘Dios’ no siempre es una proyección ni un invento, sino un reconocimiento de lo que existe ‘allá afuera’, o incluso de quién está allá afuera?
Más allá del opio y de los hongos mágicos
Podemos verlo así: el Agente Trascendente del cosmos se redujo —se acomodó— para hacerse entender ante nuestros antepasados prehistóricos. La Inteligencia Suprema ‘jugó con lo que tuvo’, haciendo lo mejor del lenguaje y las metáforas disponibles al alcance de los humanos ancestrales, para de ahí comunicarse con ellos de una manera comprensible a sus mentes antiguas.
Esto es similar a cuando una profesora universitaria de álgebra lineal dibujara tres dragones y cuatro ninfas para enseñarle a su hijo de dos años que tres más cuatro son siete. De manera altanera, un estudiante universitario de primer ingreso podría descartar tal dibujo tachándolo de infantil o fantasioso. Pero, ¿acaso no es cierto que siempre debemos comenzar por algún lado? Juzgar a nuestros antepasados milenarios según nuestras convenciones científicas modernas nos haría culpables de caer en un “esnobismo cronológico”, lamentado en su momento por C.S. Lewis.
Más bien, el enfoque debe estar en explorar el destino hacia el cual apunta el letrero, por más borrosas o confusas que sean sus letras. Descartar las nociones y el lenguaje de ‘Dios’ que surgieron siglos de siglos atrás puede impedirnos identificar el camino hacia la cima de una montaña hasta entonces inexplorada. De hecho, la supuesta luz brillante de la razón puede cegarnos, evitando que veamos ver más allá de nuestras narices. Si hoy somos adultos, es sólo porque ayer fuimos niños.
Con toda seguridad podemos y debemos tachar la (mala) religión como el “opio del pueblo” —porque lo es, y es nociva para nosotros—. Gran parte del lenguaje de ‘Dios’ se ha usado, y se continúa usando, para fines perversos.
Pero si la mala religión es el opio del pueblo, ¿será que las reglas del fair play dictan también que la fe ciega en el Materialismo representa una dosis todavía más grandes de hongos mágicos?
Es hora de dejar atrás esta calle sin salida. La verdadera apertura intelectual requiere que por lo menos aceptemos la posibilidad de la existencia de Dios —sin importar si nos gusta, si entendemos, o si tan siguiera llegamos a concebir a ese ‘Dios’—. En toda probabilidad, dicha Presencia tan vasta está ahí, creamos en ella o no. Un eclipse total, o una tormenta perfecta, no significan que el sol haya dejado de existir.
Habiendo dicho eso…
Como seguidor de Jesús de Nazaret, el hombre, en lo personal encuentro otras razones más concretas para sospechar de la creencia en ‘Dios’.
Por un lado, buena parte del discurso supuestamente ‘cristiano’ que se refiere a un Dios que está totalmente divorciado del Jesús de carne y hueso que caminó por las calles polvorientas de la Palestina del siglo primero.
El autor del cuarto evangelio, por ejemplo, nos dejó claro que no podemos referirnos al “logos” o a la “palabra” como algo o alguien separado de Jesús. Para Juan, la Consciencia Cósmica se encarnó en carne y hueso en un momento turbulento de la historia del universo. Hoy en día, muchos creyentes pasan por alto la afirmación audaz de los autores del Nuevo Testamento, para quienes se conviertió en impensable hablar de Dios sin mencionar a Jesús.
Pero tal vez más preocupante todavía es como el apelar al favor de ‘Dios’ ha oscurecido la huella pública del cristianismo.
Este legado problemático lo podemos encontrar en diferentes formas… desde el rechazo legítimo a la religión por parte de John Lennon en la década de los sesentas, hasta los abusos de la religión resaltados por ateos como Christopher Hitchens; desde las cruzadas europeas con la Biblia en una mano y la espada en la otra, hasta las maldades coloniales contra los pueblos aborígenes perpetradas por la iglesia en las escuelas residenciales en Canadá; desde los así llamados cristianos alemanes que apoyaron a Hitler, hasta sus incontables homólogos que apoyan la intolerancia y el culto de su nación promovida por gobernantes de la actualidad… hay 1.001 razones para resistirnos a la influencia de la (mala) religión sobre la sociedad. Es difícil cuantificar la arrogancia, la estupidez y la cantidad de crímenes perpretados en nombre de Dios.
Sin embargo, no es la intención sacar aquí a la luz los tantos archivos manchados con sangre de la historia de la iglesia.
Todo lo que he escrito simplemente busca cuestionar si tanto el cristianismo como el ateísmo contemporáneo deben replantearse ciertos asuntos a medida que avanza el siglo XXI.
Entre ellos se encuentra el cuestionamiento simplista: “¿Creemos en Dios?” Lo califico de simplista porque la verdadera disyuntiva es más compleja: ¿existe un Dios que sea realmente diferente del dios en el que hemos llegado a creer —o a no creer—?
Abordar esa pregunta merece toda otra conversación, enteramente distinta —y ojalá también con mente abierta—.
Eduardo Sasso es Máster en Teología Interdisciplinaria y el autor de Jesús Presidente, un libro reviviendo el legado de Jesús de Nazaret para el mundo de hoy.




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