Antes de Empezar...
Introducción

Ya somos más populares que Jesús.
No sé qué irá primero: el rock and roll o el cristianismo.
—John Lennon
Solo la poesía es clarividente.
—Gabriel García Márquez
Un libro más, y de Jesús, del Jesús que nunca puso nada por escrito; del Jesús que retó a sus oyentes a que hablaran más fuerte con sus acciones que con sus palabras; del Jesús que dejó claro que de nada le sirve a alguien ganar el mundo si pierde la vida eterna —ni escribir libros, ensayos y canciones sin intentar vivirlos—.
Desde su nacimiento hasta hoy, Jesús de Nazaret ha sido motivo de discordia, de incredulidad, de devoción profunda. Son pocos quienes afirman que nunca existió, otros lo han visto nada más como un profeta o un maestro moral, algunos como un gurú espiritual y no pocos como el Hijo de Dios hecho hombre (sin saber muy bien qué implica eso). La mentalidad científica de la edad moderna, diferentes periodistas escépticos y gente de todo tipo continúan cuestionando sus milagros y la veracidad de su resurrección. El dogma y la religión, por su lado, a veces lo han convertido en un ser desapegado, flotando como si se tratara de un ángel. A todo esto, nuestra sociedad secular todavía continúa resistiéndose —religiosamente— a la religión, muchas veces haciéndonos creer a ciegas que el cristianismo no es más que una herramienta de poder para anestesiar y manipular a las mayorías —el «opio del pueblo»—.
Es normal sentirnos incrédulos y descontentos. En un mundo donde todos los días se nos venden mil promesas dulces pero vacías, las palabras sin sustancia están de sobra. Hay muchas y muy buenas razones para que sintamos resistencia hacia la fe, hacia las instituciones religiosas, en general, y hacia el cristianismo, en específico.
Desde el día uno del cristianismo, las iglesias y los creyentes no siempre hemos sido fieles a la comisión recibida de Jesucristo. Más bien, siguen con nosotros la sombra de las cruzadas, el resentimiento por la Inquisición y por la cacería de brujas contra muchas mujeres. Sigue enmascarado, pero vivo, el legado oscuro de la esclavitud y de la colonización, en las que muchos europeos sostuvieron la Biblia en una mano y la espada o el rifle en la otra. Abundan los escándalos de líderes religiosos corruptos, de curas pedófilos y de telepredicadores que se hacen millonarios mercadeando la fe. Algunas iglesias todavía son cómplices en marginalizar y oprimir a minorías «no cristianas», a veces humillando y tachando y fustigando de «herejes» y «paganos» a todo quien no piense igual que ellos. Cada vez son más los líderes políticos que, para beneficio propio, actúan, según ellos, con mano dura en nombre de Dios; tal como lo hicieron el emperador Constantino, la reina Isabel la Católica y los conquistadores españoles o los británicos en sus colonias, los nazis en Alemania, el franquismo en España, Hugo Chávez en Venezuela, así como hoy muchos más a diestra y siniestra. A todo esto, miles de fieles y creyentes aplauden o permanecen callados ante los desequilibrios sociales, la opresión militar, el exceso y abuso de autoridad, o la crisis actual del ecosistema, nuestro hogar común. Y continúa la lista…
En consecuencia...
Estos y otros tantos abusos de poder en el nombre de Dios son razones de peso para que millones de personas continúen resistiéndose a la fe y al cristianismo, y con justa causa. Ante el fundamentalismo, la violencia religiosa, la intolerancia cristiana, la arrogancia de creerse poseedores de la verdad absoluta —ante esto y mucho más—; es que ateos declarados, como el británico Christopher Hitchens, en muy buena parte llevan razón al afirmar que la religión «lo envenena todo».
Lejos de abrazar el llamado a la humildad que hicieron Jesús y el apóstol Pablo, quienes profesamos fe en Dios y en el Cristo a veces tenemos fama de todo lo contrario. En lugar de defender y proteger la vida en toda su plenitud, quienes dicen ser judíos o cristianos promueven en no pocas ocasiones el odio, la venganza, la ignorancia e, inclusive, la muerte. Es frecuente también que los creyentes permanezcan callados o indiferentes ante la oscuridad y la injusticia, en vez de responder al reto del sermón del monte y convertirse más bien en «hacedores de paz» (eirenopoioi, según Mt 5, 9).
Mucho se ha dicho ya en respuesta a situaciones como estas. Por eso, más allá de referir a quienes estén insatisfechos a la bibliografía y a la Infoteca de este proyecto [www.jesuspresidente.com/infoteca], no es mi intención inventar el agua tibia repitiendo lo que otros han expuesto mucho mejor que yo. Objeciones al cristianismo y al fundamentalismo religioso las hay —y muchas de ellas muy válidas y merecedoras de toda nuestra atención—, aunque réplicas también.
A la luz de tensiones de este tipo, a través de estas páginas más bien me gustaría que exploremos dos preguntas: ¿quién fue Jesús de Nazaret?, y ¿por qué continuar hablando de él cuando en su nombre ha sido derramada tanta tinta —y tanta sangre—?
He escrito estas páginas convencido de que una nueva mirada al Jesús del pasado revela cuán cerca —y cuán lejos— podemos estar de ese Jesús, sin importar si nos identificamos como ateos, agnósticos, o creyentes.
Pero previo a adentrarnos en la trama del personaje principal, necesitamos dar algunos pasos atrás y aclarar algunas cosas. Por eso, les pido algunas páginas de paciencia antes de empezar el primer capítulo.
Jesús, ¿Presidente?
Al preguntarnos quién fue Jesús, podemos creer a ojo cerrado en los cuentos populares que se venden como pan caliente, ya sea a través de fantasías amarillistas como el Código Da Vinci de Dan Brown o de un ateo militante como Richard Dawkins en El Espejismo de Dios, donde nos ha hecho creer que la fe es un virus y un defecto genético.
Al preguntarnos quién fue Jesús, podemos por otro lado confiar en el discurso de algunos pastores populares (y a veces populistas). O podemos dejarnos llevar por los cientos de libros de autoayuda «cristiana» fundamentados sobre las arenas movedizas del llamado «evangelio de la prosperidad» (este último intenta vendernos a Jesús como si él fuera un psicoanalista o un gurú financiero al servicio de nuestros antojos y caprichos).
Podemos, también, contentarnos con generalidades borrosas, con pinturas medievales, con dogmas empolvados o con fórmulas teológicas que han tratado de convertir al hombre de Nazaret en un «credo» o en la pieza mágica dentro del esquema de los supuestos «cinco pasos» hacia la salvación. O podemos tijeretear a Jesús, dejando por fuera las dimensiones de su cultura, su sociedad y la misma realidad económica, familiar y política en la que él vivió. Esto hasta convertirlo en un simple terapeuta —buena gente pero artificial— que da consejos útiles para aliviar el estrés y la confusión existencial con los que lidiamos en el mundo de hoy.
Todo un escándalo
Pero el asunto es que quienes caminaron con Jesús y los autores de los 27 documentos de la antología que hoy conocemos como el Nuevo Testamento, nunca hablaron del Nazareno como si fuera doctrina, aspirina o cajita de confites. Más bien, cada uno a su manera, afirmó que Jesús de Nazaret fue la personificación misma del Altísimo —de la Fuente Originaria y la Voz Eterna a quien hemos llegado a conocer como ‘Dios’—. «El Verbo se hizo carne, habitó entre nosotros», afirmó el autor del cuarto evangelio. «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo único, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 14, 18). ¿Por qué se atrevió a afirmar algo así de escandaloso un judío monoteísta quien no le rendía ninguna pleitesía más que a su Dios invisible? ¿Tenía razón?
En ese mismo camino, el anuncio chocante de los apóstoles y de los diferentes autores de la antología del Nuevo Testamento fue que, a este carpintero de Galilea, crucificado por los romanos, le fue dado «el» nombre sobre todo nombre (Fil 2, 6-11) —y no «un» nombre sobre algunos nombres—. El apóstol Pablo escribió esto dirigiéndose a quienes vivían en Filipos, una colonia romana establecida por el César —el emperador—, quien en aquel entonces recibía «el nombre» sobre todo nombre. Pero los primeros discípulos de Jesús se negaron con cabeza dura a relegar a su maestro. Para ellos, aquel don nadie de las calles de Nazaret fue declarado «el» Señor (ho kurios), con toda autoridad no solo del cielo, sino también de toda la tierra (Mt 28, 20). Por su parte, el autor del libro del Apocalipsis identificó a Jesús como «el rey de reyes y el señor de señores» y como «el soberano de los reyes de la tierra» (Ap 1, 5; 19, 16).
Lo podemos ver de manera diferente: los apóstoles y los teólogos de las primeras comunidades de creyentes afirmaron a pulmón abierto que el Cristo fue (y siguió siendo) el Señor del césar ayer y hoy —el Presidente de los presidentes, el CEO de los CEOs, el Mandamás de todas y todos los que se consideran mandamases—.
¿Por qué se dedicaron a esparcir esa noticia, sabiendo que desde el día uno su mensaje fue percibido como pura idiotez, traición y tontería? Y, más allá de afirmar que Dios era eterno —algo que los religiosos y entendidos de aquellas épocas también aceptaban sin mayor problema—, ¿por qué fue que los primeros discípulos de Jesús predicaron el escándalo de que el Dios de los hebreos se hizo sentir en carne y hueso al entrometerse en persona dentro de las complicaciones de la historia humana, «cuando vino la plenitud del tiempo, enviando a su hijo nacido de una mujer»? (Gal 4, 4).
Y, tal vez todavía más chocante, ¿por qué fue que el nombre de ese Jesús se convirtió en «el nombre» que los apóstoles llamaron a honrar con sus propias vidas a todas las personas a lo largo y ancho del Mediterráneo? ¿Por qué le dieron el calificativo de ‘Cristo’ a Jesús (del griego christos, que se refiere a un rey «ungido»)? ¿Se chiflaron y se volvieron locos o fanáticos los primeros divulgadores del mensaje cristiano? ¿Inventaron un mito o una fantasía populista, anunciando que Jesús era Rey y Señor, por la cual después estuvieron dispuestos a darlo todo, a ciegas, entregados al amor de Dios hasta el punto de muerte? ¿Se comieron un hongo —o dos—? ¿Exageraron?
Inquietudes como estas nos llevan de nuevo a preguntarnos ¿quién fue Jesús de Nazaret?, ¿por qué prestarle atención a él por encima de Confucio, de la reina Victoria, de Adam Smith, de Simón Bolívar, de Karol G o de Steve Jobs?
Más allá del fanatismo y el escepticismo
Sin duda, podemos ignorar un reto como este; pero debemos estar conscientes de que el sol no desaparece cuando lo tapamos con un dedo, ni podemos borrar la historia ignorando los hechos. Ante nuestro silencio, hasta las piedras gritarán.
Nos guste o no nos guste, estemos o no de acuerdo, tarde o temprano, la persona devota, la agnóstica, la curiosa y la simpatizante se enfrentan a la misma pregunta respecto al caminante de Nazaret: ¿quién fue Jesús, llamado el Cristo, el rey «ungido»?, ¿un chamán, un personaje mitológico, un supuesto salvador de almas, un soñador iluso, un invento literario, una persona ejemplar, una píldora instantánea para la felicidad? ¿Quién fue ese hombre que se ha convertido en la persona más influyente y controversial de los últimos 2.000 años?
Queriendo explorar esa pregunta, este «remix» busca condensar y reinterpretar con lenguaje fresco mucho de lo que ya se ha dicho acerca de Jesús.
[continúa...]

